Día: 22 diciembre, 2013

¿Qué es el idealismo en filosofía?

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Iván Aivazovski, “Pushkin en la costa del Mar Negro”

Aparecen los problemas

Suele afirmarse que el Idealismo, con mayúsculas, surge en Alemania en la última década del siglo XVIII a través de los textos de Fichte y Schelling.

Tras el escepticismo que las corrientes empirista y materialista sembraron a lo largo y ancho de Europa (fundamentalmente a través de los escritos de Hobbes, Bacon y Hume), las expectativas sobre qué nos es posible conocer se vieron afectadas en gran medida. Las ideas de Kant supusieron en este enrarecido entorno un bálsamo con el que dar respuesta, al menos de forma coyuntural, a las aspiraciones del escepticismo. A pesar de todo, los grandilocuentes sueños de la metafísica, amparados por siglos de tradición, quedaron también puestos entre paréntesis.

Los siglos XVIII y XIX conceden a la filosofía el asentamiento definitivo de una de las dicotomías que más trabajo ha dado a los pensadores desde que Platón la destapara en numerosos diálogos: se trata de la escisión de la realidad en dos mundos, lo que supondrá, a la vez, una división de las facultades del ser humano a la hora de conocer cada una de aquellas “mitades”. Aunque el sistema kantiano intentaba dar respuesta (y servir a la vez como freno) a las desmedidas aspiraciones de una razón que se había endiosado en el siglo XVII, Kant mantenía, sin embargo, una de las más enigmáticas fórmulas de la filosofía: la denominada “cosa en sí”. Un concepto que chirriaba para muchos de sus colegas y que, incluso, llegó a considerarse un verdadero escándalo. Aunque el pensador de Königsberg avisaba: “En las tinieblas la imaginación trabaja más activamente que a plena luz”.

A mamporros: realismo e idealismo

Pero retrocedamos algunas decenas de años y detengámonos, por un momento, en la figura de Descartes, en los albores de la filosofía moderna. El llamado “idealismo” cartesiano surge como una concepción opuesta al realismo que propugnaba, en su generalidad, que la realidad del mundo es la de las cosas que nos rodean: cuanto vemos, sentimos y olemos posee un ser en sí, independiente de nuestra representación. Las cosas, en definitiva, no necesitan de nuestra intervención intelectual para que se predique de ellas una serie de características: las tienen por ser como son, sean o no explicitadas por un sujeto. El no muy conocido filósofo y aristócrata francés Destutt de Tracy (1754-1836) explicaba que “es moviéndonos como descubrimos si existe algo o nada a nuestro alrededor, en torno a nuestra facultad de sentir y querer”.

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Descartes, Hegel y Kant: ¿tres “idealistas”?

Y en este punto residía precisamente el problema fundamental, en la facultad a la que de Tracy alude. Pues si bien es cierto que en nuestro comercio con el mundo chocamos e interaccionamos con cosas y personas, también lo es que no todo cuanto sentimos y queremos ha de poseer, en sí, una realidad indubitable. Topamos así con el punto inicial de la reflexión de Descartes: la duda. En la primera de las Meditaciones metafísicas escribía:

He advertido hace algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto.

Puede que los sentidos nos engañen y que todo cuanto experimentamos no se trate más que de un sueño o de una pesada broma que algún genio maligno nos está gastando. Es por ello por lo que algunos especialistas aseguran que con el sistema cartesiano se inaugura la “filosofía de la precaución”. Como es sabido, Descartes concluye que nuestra única certeza es que somos una realidad pensante (“je ne suis qu’une chose qui pense”).

Es desde este momento capital, con la fundación de una filosofía centrada en la conciencia del sujeto cognoscente, cuando el idealismo como tal toma cartas en el asunto del conocimiento. Casi de repente, la razón humana se vuelve objeto de reflexión, y el criterio de verdad se sitúa en la evidencia, en el carácter indubitable de un dato cualquiera. En contraste con el realismo, para el que las cosas poseen un ser en sí independiente del sujeto que las conoce, el idealismo cartesiano introduce un carácter relativo en la realidad: las cosas aparecen en tanto que son algo para nosotros, son ideas que se forman de las cosas en nuestra cabeza, precisan de nuestra participación como seres cognoscentes, y por ello hemos de examinar muy concienzudamente de qué modo llegamos a conocer lo que conocemos para, en último término, estar seguros de su verdad. Así, señalaba en la Parte IV del Discurso del método que

juzgué que podía adoptar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; la única dificultad estriba en determinar bien qué cosas son las que concebimos clara y distintamente.

¿Dónde existe lo que existe?

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¿Existe el mundo más allá de nuestra percepción?

Las tesis cartesianas calaron muy pronto en el entorno filosófico europeo. Producto de esta honda repercusión fue la fundación del idealismo empírico (también llamado psicológico), que propugnó el obispo anglicano George Berkeley (1685-1753). Éste explicaba que nuestro psiquismo condiciona todo cuanto conocemos, y que los objetos que entran a formar parte de nuestro elenco cognoscitivo residen únicamente en la conciencia. Como reza su celebérrima máxima, el ser de las cosas consiste precisamente en que son percibidas (esse est percipi). El mundo material que nos rodea es un mero producto de la representación que de él nos hacemos. En su Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Berkeley aseguraba que

cuando nos esforzamos al máximo en concebir la existencia de cuerpos externos, estamos contemplando sólo nuestras propias ideas. Pero, al no tener la mente conciencia de sí misma, se engaña al pensar que puede concebir, y que de hecho concibe, cuerpos que existen sin ser pensados o con independencia de la mente.

Pero esta posición extrema condujo, a su vez, a otro de los grandes problemas anejos al idealismo: el solipsismo, consistente en la dificultad de salir de nosotros mismos para relacionarnos con el mundo en general. ¿Cómo, en efecto, podemos saber si conocemos “clara y distintamente” cuanto conocemos, si nuestro único criterio de verdad es nuestra propia conciencia? Y además, ¿cómo afirmar la existencia de las cosas si sólo existen en y para la mente que las piensa? ¿Qué ocurre en un entorno carente de inteligencias humanas, que no es percibido por nadie? ¿Existe en verdad? Para salvar este carácter etéreo de las cosas en el que el mundo parecía diluirse, Berkeley recurre a Dios: “así, cuando cierro los ojos, las cosas que veía pueden seguir existiendo, pero tiene que ser en otra mente”, escribía el filósofo en la obra citada. Por tanto, cuando dejamos de ver, por ejemplo, el paisaje que tenemos ante nosotros, este deja de existir… a no ser que, como afirmará, siga existiendo en una mente diferente.

Vemos así cómo sólo el recurso de un Espíritu Infinito puede ser la causa directa de la existencia real del mundo. Una existencia que, de paso, sirve para demostrar -a juicio de Berkeley- la realidad de Dios, “de quien dependemos total y absolutamente, en una palabra, en quien vivimos, nos movemos y somos”.

Fenómenos y noúmenos

Tras varios intentos por reformular el idealismo de un modo definitivo, llegamos al punto clave que supone un antes y un después en la filosofía alemana, y, en general, en la historia del pensamiento: Immanuel Kant (1724-1804). Con él aparece el llamado “idealismo transcendental” (a diferencia del “subjetivo”, propio de Berkeley), en el que el objeto conocido constituye un producto o resultado de la actividad constituyente de un sujeto.

Kant

Kant revoluciona la filosofía haciendo oídos sordos, y poniendo en su lugar, a las tentaciones dogmáticas y los peligros escépticos

Kant certifica el descubrimiento cartesiano, pero da un paso más. En la Crítica de la razón pura (B 157) leemos: “En la síntesis trascendental de lo múltiple de las representaciones en general y, por tanto, en la originaria unidad sintética de la apercepción, soy consciente de mí mismo no como me manifiesto, ni como soy en mí mismo, sino sólo de que soy”. ¿En qué medida avanza Kant? Gracias a la conciencia intelectual de mi existencia en la representación “Yo soy”, asegura, que acompaña además a todo juicio y acción del entendimiento, sabemos que nuestro propio ser no es el de un mero fenómeno, sino que somos conscientes de la “espontaneidad” de nuestro pensar (de la actividad que le es propia) y, en esa medida, podemos decir que somos inteligencia.

En este sentido, el conocimiento hace de puente entre el yo y las cosas, y éstas, tal y como aparecen para el sujeto, constituyen fenómenos. Cuando el pensamiento ordena el caos de sensaciones al que estamos continuamente expuestos, surgen así las cosas: conocimiento transcendental. Sin embargo, no podemos conocer cuanto nos rodea tal y como es en sí, por sí mismo, sino sólo en su condición de fenómeno (de “experiencia posible”). De ahí que tanto se hable de que Kant supone un punto de encuentro entre el idealismo y el empirismo: más allá del ámbito fenoménico, de lo dado, se halla lo desconocido, la cosa en sí (o noúmeno, en contraposición al fenómeno), de lo que nada podemos decir. A pesar de Kant, el mundo volvía a quedar escindido…

El idealismo alemán: Fichte, Schelling y Hegel

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Johann Gottlieb Fichte

Había vida más allá de Kant. Con Fichte (1762-1814), casi contemporáneo del pensador de Königsberg, acontece un nuevo giro hacia el yo, fundamento de su filosofía. ¿Pero qué quiere decir su archiconocida expresión, “el yo se pone, y al ponerse pone el no-yo”? Como explica de manera sintética Julián Marías en su Historia de la Filosofía, “en primer lugar, el no-yo es sencillamente todo lo que no es el yo, aquello con lo que el yo se encuentra. El yo se pone; esto quiere decir que se pone como existente, que se afirma como existente. El yo se pone en un acto, y en todo acto va implícita la posición del yo que lo ejecuta”.

En una palabra: para Fichte es el yo el que, originariamente, pone su propio ser. Se trata de un yo libre de todo límite y determinación, subjetividad pura, que sólo es consciente a través de la experiencia de su propia actividad. Pero a su vez, la afirmación de nuestro propio ser conlleva la aparición de algo que es otro respecto al yo, es decir, un no-yo. Por eso la libertad adquiere una posición destacada en la filosofía de Fichte: el yo consiste en estar realizándose de modo continuo, es un acto que se pone a sí mismo y, en calidad de tal, se concibe como autoactividad libre (autodeterminación). La filosofía topaba de nuevo con la insalvable división entre espíritu y naturaleza, entre los principios activo y pasivo.

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Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling

Por su parte, F. W. J. Schelling (1775-1854), aunque discípulo de Fichte, reformula el concepto de naturaleza como no-yo de su maestro, que -como hemos visto- catalogaba como un mero obstáculo para la actividad del yo. Para Schelling, la naturaleza es una suerte de “espíritu visible”, la manifestación inmediata de lo Absoluto, que toma conciencia de sí mismo a través del espíritu humano. Como señala Copleston al estudiar el pensamiento de Schelling, “la vida de las representaciones es el conocimiento que la naturaleza tiene de sí misma; es la actualización de la potencialidad de la naturaleza por la que el espíritu adormecido llega hasta la conciencia”. Será a través del ejercicio de la libertad como el hombre escapará del egoísmo y retornará a su origen divino. Él mismo lo explicaba de esta sugerente manera en Filosofía y religión:

La historia es una epopeya en la mente de Dios. Sus partes principales son dos: la primera es la descripción de la salida de la humanidad de su centro hasta alcanzar el máximo grado de alejamiento del mismo. En la segunda parte se describe el retorno. La primera parte es la historia de la Ilíada, y, la segunda, la Odisea. El movimiento en la primera parte es centrífugo, en la segunda centrípeto.

Hegel

Georg Wilhelm Friedrich Hegel

Pero es G. W. H. Hegel (1770-1831) quien pone los ribetes finales al Idealismo alemán, y quien provocará definitivamente todo un movimiento de respuesta (en favor o en contra) a través de autores como Schopenhauer, Kierkegaard, Marx, Feuerbach o Nietzsche, por mencionar sólo a unos pocos. Para Hegel, la tarea fundamental de la filosofía es llevar a cabo la disolución (o integración) de lo finito en lo Infinito, de lo particular en lo Absoluto, en la Idea. Al contrario que otros pensadores (Kant o Fichte, por ejemplo), el pensador de Stuttgart estima que no se ha tenido suficiente fe en la potencia de la razón, y que se ha relegado el campo de lo Absoluto a instancias como la religión o el sentimiento. Pero ni siquiera Dios está fuera del alcance de la filosofía, estima Hegel, que ha de llegar a conocerlo a través de lo particular: lo finito y temporal esconde la infinitud y la eternidad. La tarea que la filosofía debe abordar como propia es la dar con la síntesis entre lo finito y lo infinito, concebir el Absoluto no como un mero constructo trascendente, más allá de nuestras posibilidades de conocimiento, sino como la “inmanencia de la infinitud”, que se da ya aquí, en el mundo.

Idealismo… ¿en qué sentido?

Vemos, tras este breve recorrido, cómo a lo largo de la historia de la Filosofía el paradigma idealista ha ido cambiando su foco de atención, aunque, lo que es aún más importante, nunca ha dejado de pensar la realidad haciendo hincapié en laPlaton importancia del sujeto cognoscente en oposición al objeto conocido. Una idea que, como muchas otras, tiene su origen en los diálogos platónicos (ilustrada de manera proverbial en el mito de la caverna). Quedarían aún por dilucidar y exponer otras corrientes más contemporáneas, como es el caso del llamado idealismo “objetivo”, de Hermann Cohen y Paul Natorp, que llevan el idealismo transcendental kantiano hasta sus últimas consecuencias (el conocimiento es pensamiento activo, y tal actividad es a la vez su contenido: la producción del pensamiento es su propio producto).

Como resumen a lo dicho puede servirnos la explicación de Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía (entrada: “Idealismo”): “el rasgo más fundamental del idealismo es el tomar como punto de partida para la reflexión filosófica no ‘el mundo en torno’ o las llamas ‘cosas exteriores’, sino lo que llamamos ‘yo’, ‘sujeto’ o ‘conciencia’. Justamente porque el ‘yo’ es fundamentalmente ‘ideador’, es decir, ‘representativo’, el vocablo ‘idealismo’ resulta particularmente justificado”.

 

Créditos para: http://apuntesdelechuza.wordpress.com/2013/10/12/que-es-el-idealismo-en-filosofia/ 

El arraigo social del mal en «Pobres gentes», de Dostoievski

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Fiodor Dostoievski retratado por Vasily Perov

En la historia lo que triunfa no son las masas de millones de hombres ni las fuerzas materiales, que parecen tan fuertes e irresistibles, ni el dinero ni la espada ni el poder, sino el pensamiento, casi imperceptible al inicio, de un hombre que frecuentemente parece privado de importancia.

Fiodor Dostoievski

Mucho se hablado, aunque a mi juicio equivocadamente, de que Pobres gentes, la primera novela escrita y publicada por Fiodor Dostoievski, supone poco más que un mero divertimento literario en el que el lector, aunque no quedará defraudado, no encontrará sin embargo el meollo «filosófico» del autor ruso. Queda así clasificada –y casi condenada–, automáticamente, como una «obra menor», en absoluto comparable con títulos comoLos hermanos KaramazovCrimen y castigo o Los demonios.

A pesar de la brevedad de esta novela –que su autor comenzó a redactar en el cuerpo de Ingenieros del ejército (al que estuvo destinado tras finalizar sus estudios), que abandonó tras explicar que la disciplina militar sólo conviene a gentes que «desean ser mandadas»–, en Pobres gentesencontramos –a veces en germen, a veces desarrolladas– todas aquellas ideas que, más tarde, Dostoievski pondrá en juego tanto en sus novelas más largas como en sus artículos y documentos más íntimos (como Diario de un escritor).

Cuando hablamos de «ideas» en un literato como Dostoievski, no debemos entender meramente un constructo conceptual a través del que queda trenzado un argumento más o menos original. Pues, como él mismo explica, «las ideas descienden a las almas de los hombres y se propagan por contagio». Una idea, así, parece convertirse en Dostoievski en una suerte de daimon que dirige nuestra vida y que, de alguna forma, nos determina a ser como somos y a actuar como de hecho actuamos. En Diario de un escritor explicaba nuestro protagonista que «acaece a veces que una idea, que parece accesible sólo para una inteligencia culta y elevada, logra de repente impresionar a una persona burda, inculta e inteligente». Como apunta Luigi Pareyson en su imprescindible estudio sobre el autor ruso, «las novelas de Dostoievski son planteamientos de problemas y contrastes de ideas. Sus héroes constituyen verdadera y propiamente “ideas personificadas”. La palabra “idea” es, sin duda, la más usada en las obras de Dostoievski […]. La idea es aquello de lo cual un hombre vive y que considera como “su secreto”. […] Las personalidades son ideas encarnadas».

El asilo (1889), de Vladímir Makovski

La editorial barcelonesa Alba eligió el magnífico cuadro de Vladímir Makovski (El asilo, 1889) para ilustrar su edición de «Pobres gentes». Hay que recordar que Dostoievski pasó los primeros años de su vida entre las paredes del hospital donde su inflexible padre trabajaba como médico.

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«Las ideas son contagiosas: se difunden según leyes que a duras penas podríamos concebir».

En Pobres gentes son numerosas las ideas que, en este sentido, Dostoievski desea reivindicar. En la historia, bien conocida, asistimos al intercambio epistolar entre una joven (Varvara Aleksiéyevna) y un hombre ya entrado en años (Makar Aleksiéyevich), cuyas cuitas podrán en ocasiones sobrellevar precisamente gracias al bálsamo que les procura la palabra: la propia literatura se convierte en una herramienta metatextual que ayuda a los personajes a salvar el malhadado peso de sus respectivas existencias. En un doble e ingenioso juego literario, Dostoievski justifica la necesidad de escribir para aliviar y dar salida a nuestros más oscuros secretos, mientras que, por otro lado, no son pocos los fragmentos de Pobres gentes en los que la novela, como género, queda reducida a un puro entretenimiento (al más puro estilo kantiano): «Todos sabemos, Várinka, que un hombre pobre es peor que un pingajo y que, dígase lo que se quiera, no puede merecerle a nadie la menor estimación. Porque, por más que escriban esos literatuelos, un pobre siempre será un pobre con todas sus consecuencias».

Se hace así efectiva, y explícita, la oposición entre el contenido que encontramos en las novelas (superfluo, a menudo indecoroso) y la vida práctica, a través de una crítica irónicamente velada de Dostoievski hacia el ruido mundanal que sólo se ocupa del dinero, la fama y la gloria… a cualquier precio. Pero, en paralelo, y es ésta quizás la nota más característica de Pobres gentes, permanece implícita (y en tantas ocasiones olvidada), la conflictiva relación entre dos estratos sociales bien diferenciados, entre aquellos pocos que, inmersos en la abundancia y la riqueza, no tienen oídos para escuchar las demandas de un pueblo que muere de hambre y de frío en las gélidas calles de San Petersburgo.

Afirmar que, por un lado, Pobres gentes inaugura la «novela social» en la literatura y que, después, se ciñe a poner sobre la mesa este aspecto implícito del que hablo es, en mi opinión, una perogrullada. Al margen de las intenciones de Dostoievski, que en ningún caso podremos descifrar, lo que sí se manifiesta inequívocamente en Pobres gentes es el análisis literario que el autor lleva a cabo sobre el origen, instauración y desarrollo del mal como un dispositivo eminentemente social. El contacto directo de Dostoievski con los estratos más desfavorecidos de su tiempo, con los que llegó a convivir bajo el único amparo de un agonizante fuego, aleja aún a Fiodor de elucubraciones teológicas y asienta la firme creencia de que la desigualdad y la injusticia provienen de un ahínco constatable y enraizado en la condición social del ser humano. En uno de los momentos culminantes de Pobres gentes, Makar escribe a Varvara:

¿Por qué están arregladas las cosas de este mundo en forma que un hombre de bien haya de vivir pobre y miserable, en tanto a otros la felicidad se les entra ella sola por las puertas? Ya sé, ya sé, hijita, que no está bien pensar así; eso se llama librepensamiento. Pero, hablando honradamente y con franqueza, cuando reflexionamos sobre la justicia de las cosas… ¿por qué, sí, por qué unos están destinados a ser felices ya desde el vientre mismo de su madre para toda la vida, mientras que otros pasan de la Inclusa al mundo de Dios? Y, sin embargo, así es la vida.

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Preciosa pintura de Ilya Glazunov en la que retrata a Dostoievski paseando por San Petersburgo

Y es que para Dostoievski, todo en la naturaleza es perfecto e inocente… excepto el hombre, en quien anida el auténtico principio del mal. En una obra poco conocida, de esas mal catalogadas como «menores» (El príncipe idiota), Fiodor pone en boca de sus personajes, que discuten acaloradamente, las siguientes palabras:

—La ley normal de la humanidad es precisamente el instinto de conservación.

—¿Quién le ha dicho eso? Es una ley, sin duda, pero una ley que es, ni más ni menos, la ley de la destrucción, y aun de la destrucción personal […].

—Sí, la ley de la conservación personal y la de la destrucción son igualmente poderosas en el mundo. El diablo conservará aún su poderío sobre la humanidad por un periodo de tiempo desconocido por nosotros. ¿Se ríe usted? ¿Acaso no cree en el diablo? […] ¿Sabe usted quién es el diablo? ¿Sabe cómo se llama? ¡Y sin saber quién es, ni cómo se llama, se atreve usted a burlarse de su forma a ejemplo de Voltaire; se ríe de sus puntiagudos pies, de su cola y de sus cuernos, todo lo cual es producto de su imaginación! El diablo, en realidad, es un grande y terrible espíritu; carece de cola, cuernos, pies; son ustedes mismos los que le han dotado de esos atributos.

El demonio no es un ser fantástico; el demonio son las acciones del hombre, el mal que éste inaugura y expande sobre el mundo. Existe en nosotros, junto a la perseverancia en la existencia, una fuerza que nos impele a cometer destrucción, a acabar con todo atisbo de armonía. Nuestra libertad queda desde el principio abortada, no sólo porque hemos de vivir, sino porque hemos de luchar unos contra otros para hacerlo: «¡Bah, la honra! ¿Qué importa la honra, padrecito, cuando no hay qué comer? ¡Dinero, padrecito, dinero; eso es lo principal! ¡Por el dinero, por eso es por lo que debe usted darle gracias a Dios!», aduce uno de los personajes de Pobres gentes. Aparece así, y se consolida en esta novela de Dostoievski, el funesto reino de la Necesidad, de la ananké, auténtica idea-personaje de esta temprana novela.

Toda la obra de Dostoievski constituye la solución de un gran problema de ideas. […] Todos sus héroes se encuentran literalmente absorbidos por la idea: están ebrios de ella […]. Todo gira en torno a estas «malditas cuestiones eternas». Esto no quiere decir que Dostoievski haya escrito novelas como tesis, para propagandear esta o aquella idea. Las ideas son inmanentes a su arte: él descubre su existencia de un modo puramente artístico. Dostoievski concibe las ideas originales, pero las concibe siempre en movimiento, dinámicamente, en su trágico destino.

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Como en el caso de la Atenas invadida por la peste, de la que tan elocuentemente nos da Tucídides noticia, todo en el mundo humano queda permitido en virtud de una peligrosa indefinición que nos conduce a buscar el mayor beneficio a pesar de la conciencia, de Dios o del prójimo. De esta manera, puede ocurrir lo que en el caso de Marmeladov, personaje de Crimen y castigo, que no duda en asegurar que «en la miseria, yo soy el primero que estoy dispuesto a agraviarme a mí mismo».

Es terrible que la belleza no sólo sea algo espantoso, sino, además, un misterio. Aquí lucha el diablo contra Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre.

Dostoievski, Los hermanos Karamazov

 

Créditos para: http://apuntesdelechuza.wordpress.com/2013/10/27/el-arraigo-social-del-mal-en-pobres-gentes-de-dostoievski/ 

Filosofía de la Mente ¿Un problema de Lenguaje?

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Filosofía de la Mente ¿ Un problema de Lenguaje?

Elaborado por: Jorge A. Villeda Bojorque

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Introducción

El siguiente ensayo, tiene como fin, establecer los problemas más importantes de la filosofía de la mente, así como esclarecer los conceptos y categorías utilizados en tal disciplina, de igual forma se tratara de exponer de forma resumida las posturas más importantes de los representantes de la filosofía de la mente.

De la analítica de los representantes y de las categorías propias de la filosofía de la mente, trataremos de exponer, una tesis central en la filosofía de la mente, al menos de forma preliminar y preparatoria.

La tesis a la cual nos referimos tiene los siguientes supuestos básicos; existe carencia de definición conceptual de conceptos como mente y conciencia, al menos de una forma universalmente valida, en el sentido que toda la comunidad científica, avala tales términos, también que las visiones que derivan de la incomprensión conceptual de los conceptos de mente y conciencia, acarrean un serie de problemas muy serios para la filosofía.

Cabe señalar, que las tesis presentadas, anteriormente, están abiertas a toda crítica y que sus enunciados, no pretenden ser la solución total a los problemas expuestos, sino más bien una contribución moderada a los postulados de la teoría de la mente.

Filosofía de la mente; Conciencia y mente

La filosofía de la mente, como corriente filosófica o como rama de la filosofía, se ocupa del estudio de la naturaleza de los estados mentales, así como de sus diversos efectos, causas, funciones y propiedades en que se manifiesta la mente.

La relación que tiene la mente con el cuerpo corpóreo, es tópico de constante reflexión por parte de los filósofos de la mente, el problema mente-cuerpo, ha sido, y es, punto esencial de los debates filosóficos contemporáneos que buscan disipar las ambigüedades que pueden surgir de tal relación, es por ende preciso, para la mayoría de estos filósofos resolver tal problemática.

La conciencia, en cuanto posibilidad de ser manifestada en la existencia y en cuanto su relación con el cerebro, se vuelve, al igual que el problema mente-cuerpo, uno de los temas más citados en la filosofía de la mente.

El término conciencia presenta en filosofía muchas acepciones, es por ello que debemos de distinguir, por lo menos tres: I) en el sentido psicológico II) en el sentido epistemológico o gnoseológico y III) en el sentido metafísico.  El primer sentido hace énfasis, a la apercepción, es decir a la conciencia del “yo” mismo, no obstante, es también posible hablar en este sentido de conciencia en cuanto se presentan al “yo”,  el segundo sentido habla de la conciencia, como si fuera un objeto de conocimiento, es decir relación sujeto-objeto y en el tercer sentido, la conciencia es previa a toda realidad gnoseológica y epistemológica que se ve desde el “yo”

La conciencia, resulta en la filosofía de la mente, un término, que como veremos mas adelante, será cambiante y se acomodara, según la perspectiva expuesta por cada autor. De igual forma el concepto de mente, será una constante adecuación de la postura de cada autor.

La mente, por su parte, tiende a ser sinónimo, en varias posturas filosóficas y literarias en general de “alma” “psique” y “espirito”, no obstante también se piensa que la mente es equivalente a decir “intelecto” o “razón”.

Hay que señalar, que debido a la ambigüedad, que históricamente, se presenta en el término “mente” es casi imposible llegar a una comunión única que represente tal concepto, por eso llamaremos nosotros mente, en su relación con la filosofía de la mente, a aquel proceso interno que realiza el cerebro en su ser dotado de razón.

Posiciones de algunos filósofos de la mente

David Armstrong es un filósofo de la mente que defiende las posturas funcionalistas de la teoría de la mente. Para este filósofo, su “teoría del sistema nervioso central” implica que todas las manifestaciones del ser humano, se producen en el sistema nerviosos central, que es a la vez fundamentado por la neurología. Donde el estado mental, es un estado en la persona capaz de producir cierta gama de conductas, la conducta es, en este sentido no la mente en sí, sino la conciencia, en cuanto a su producción. La conciencia, vendría a ser un mecanismo de auto examen en el sistema nervioso central.

Nagel, por su parte, establece que la conciencia es irreductible y que esta no puede ser analizada de una forma fisicalista. Establece que el dualismo, mente/conciencia son cosas muy distintas, donde la conciencia es un estado propio de cada ser. En el ensayo ¿Cómo será ser un murciélago? Plantea este problema, para explicar la objetividad y la subjetividad, en el cual concluye que si no encontramos un correcto objetivismo, no tiene sentido hablar del problema mente/cuerpo. Su crítica al fisicalismo reside en el concepto de dolor.

Otro de los grandes filósofos de la mente, es Putman, quien en el ensayo “la naturaleza de los estado mentales” establece la concepción de la realizabilidad múltiple y la teoría causal de la referencia, esta ultima para el estudio de la filosofía analítica. Putman realiza tres preguntas fundamentales en la filosofía de la mente, la primera es ¿como sabemos que las personas tienen dolores? Para resolver tal interrogante, será preciso utilizar los términos de “propiedad” y “concepto”. El dolor en esta percepción, no puede ser un estado cerebral. La segunda interrogante es ¿es el dolor un estado mental? No, en el sentido de un estado fisicoquímico del cerebro, puesto que el dolor es un estado de todo organismo, responde Putman y tres, es acerca de que si el estado funcional es estado cerebral. En síntesis, la teoría de Putman es funcionalista y sus supuestos son mas empíricos y prácticos, su posición es en un sentido materialista, pero no reduce el estado subjetivo a un objetivo.

Searle, por su parte, añada a los temas de conversación de la filosofía de la mente, un elemento muy importante, que a la vez hace repensar, el concepto mismo de pensar. En ¿pueden las computadoras pensar? Mediante el experimento de la habitación china, hace pensar que los argumentos de la inteligencia artificial. De este experimento se concluye que en realidad, el sistema no entiende chino, nada más simula entenderlo. Searle propone una serie de tesis para la concepción de la relación mente, cerebro computadora y son: el cerebro causa la mente, es decir la mente se crea dentro del cerebro, la sintaxis no es suficiente  para la semántica, los programas computacionales son definidos por su formalidad o su estructura sintáctica y las mentes tienen contenidos mentales, específicamente semánticos.

Estos cuatro autores, anteriormente mencionados, son en esencia, los representantes más importantes del debate contemporáneo de la filosofía de la mente, unos parten del funcionalismo, como Putman, en reacción al problema de la teoría de la identidad, otros parten de posiciones materialistas.

La filosofía de la mente, tiene hoy en día, varias disciplinas a su disposición reciproca, como son la psicología, la inteligencia artificial, la neurociencia, la lingüística, la antropología y la mismísima filosofía, todas ellas persiguen el mismo objetivo: estudiar la mente, sin embargo cada una de ellas lo hará desde los postulados propios de cada una de sus disciplinas.

El problema de la filosofía de la mente

La filosofía de la mente, presenta conceptos ambiguos, y por ende su explicación resulta muy problemática, es por ello que es preciso formular una definición global de los conceptos principales usados en la filosofía de la mente.

Es cierto, que se puede señalar, que la no correspondencia de términos entre autores, procede de asuntos metodológicos y de posicionamiento en el espectro de la filosofía de la mente, y que tratar de suponer un solo concepto, para cosas como mente y conciencia, haría que todo debate filosófica de la mente se desvaneciera, en el sentido, que, puesto que se llega una universalidad conceptual, también se llegaría a una verdad universal, tal no es el caso, ya que la unificación conceptual aclararía los problemas de lenguaje que pueden resultar de los análisis de la filosofía de la mente.

Los problemas de concepto, son a lo suma, la distinción esencial entre los autores, puesto que cada quien presupone entender como mente, conciencia, dualidad cuerpo/mente y dolor cosas distintas.

La incomprensión conceptual, no quiere decir, incomprensión de teoría de las mentes, en el sentido de su refutación absoluta, al menos hasta ahora, quiere decir, no congruencia entre enunciados posibles en la comunidad científica, por lo que negar un lenguaje conceptual que no sea único, no quiere decir una negación a las teorías de la filosofía de la mente.

Por ello es que, la aclaración conceptual es imperativa, pues solo de esta, se podrá argumentar la veracidad de las teorías. La veracidad de las teorías corresponde a un plano que esta mas allá del análisis del lenguaje, no obstante para llegar al mismo, es necesario borrar lo equívocos presentes en el mismo.

Aclarar el fundamento epistemológico, ontológico y psicológico de la filosofía de la mente, es una meta esencial para lograr el desarrollo de la misma, puesto que la epistemología es importante para realizar el estudio del conocimiento y de la ciencia misma, que pretende ser la filosofía de la mente. Ontológicamente hablando, es necesario, que la pregunta por el ser se encuentre en la filosofía de la mente, el ser de la mente como individuo y el ser de las cosas en cuanto participan del ente y de la mente. El psicologismo por su parte, debe de hacer la distinción a entre la conciencia y el “yo”

No es que la filosofía de la mente, solo puede funcionar con los tres elementos, anteriormente señalados, lo que sucede es que estos elementos son a lo sumo, lo más esencial interpuesto en tal filosofía. No mencionamos la neurología, puesto que sería limitar a la filosofía de la mente a un plano más material, y a un plano solo interpuesto en el sistema nervioso.

La mente es más que un sistema nervioso, es algo casi conceptualmente inteligible, no hay, por ahora, método alguno que puede satisfacer el problema mencionado, al menos que reduzca la mente algo meramente material o lo añada por extensión al cerebro.

No explicar la mente, la conciencia, el dolor, la dualidad mente/cuerpo, es para la filosofía una empresa muy peligrosa, no es para nada trivial, puesto que no explicar la mente en sí, es no explicar el mundo interno de la razón pensante.

No es que las cosas anteriormente mencionadas, no se haya explicado antes, de hecho a lo largo de la filosofía del mente son temas centrales, lo que sucede es que los términos, son a mi forma de ver las cosas, los que vuelven a la misma problemática.

Elaborado por: Jorge Alberto Villeda Bojorque

 

Créditos para: http://filosofiacatracha.wordpress.com/2013/10/15/filosofia-de-la-mente-un-problema-de-lenguaje/ 

Charles Baudelaire: el encuentro con el mal

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Baudelaire

Charles Baudelaire (1821-1867)

Al contrario de lo que sucede con otros autores –más preocupados por el juicio de la Historia–,Baudelaire (1821-1867) se deja conocer en sus escritos (en los que siempre se expresó sin tapujos) de igual o mejor forma que en sus actos. No fue un escritor prolífico, tampoco una figura literaria de primera línea en aquel segundo tercio del siglo XIX (eclipsado, entre otros, por Victor Hugo y Alejandro Dumas). A pesar de ello, su descaro a la hora de enfrentarse a los gustos establecidos y a las normas literarias predominantes, junto a la característica sinceridad que rastreamos en sus obras, le dieron pronto una merecida fama gracias a la que sus contemporáneos pudieron comprender mejor, aunque incómodamente, su tiempo y a sí mismos.

La vida no posee más que un encanto verdadero: el encanto del juego. Pero, ¿y si nos resulta indiferente ganar o perder?

Las consecuencias del vertiginoso desarrollo urbanístico que en aquel tiempo comenzaba a convertir París en una gran metrópoli (paulatina industrialización, diseño de enormes avenidas, etc.), desarrollo al que Baudelaire asistió durante toda su vida, le inclinaron a observar con actitud recelosa el concepto de progreso y todo cuanto este pudiera traer consigo: “La virtud es artificial, sobrenatural –aseguraba–. El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte”. Pero pronto nos asalta uno de los mayores atractivos de la obra del francés: los fuertes contrastes y las contradicciones cordiales de su pensamiento. En 1863 nuestro protagonista publicaba un interesante artículo, bajo el título de “Elogio del maquillaje”, en el que abogaba por la huída de lo natural en favor de aquellas conductas humanas que tienden a “sobrepasar la naturaleza”, a hacer un “permanente y sucesivo esfuerzo de reforma de la naturaleza”. En contra del concepto de buen salvaje de Rousseau, Baudelaire elogiaba todo cuanto estuviera relacionado con lo artificial: debemos alejarnos de todo lo natural, auténtica sede y origen del mal. Mientras, aquella ciudad de París de la que por momentos renegó, no cesaba de cambiar: de devenir, precisamente, “artificial”.

Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es un gozo de rebajarse.

Charles Baudelaire

“La inspiración es trabajar todos los días”.

Baudelaire escribió aquellas líneas ya próximo a su muerte, cuando los achaques de distintas enfermedades (provocadas por sus excesos de juventud –droga, alcohol y prostitución–) hacían mella en su cuerpo y en su ánimo. En ellas intenta justificar una trayectoria vital que siempre interpretará bajo la sombra del arrepentimiento. Un arrepentimiento que no tiene su base en acciones reprobables, sino en la permanente huida del tiempo. Esta concepción de la existencia como un viaje efímero del que hay que dar cuenta quedó claramente expresada en dos de los poemas más célebres de Las flores del mal: “El reloj” y “Lo irreparable”, en los que rastreamos versos como estos: “Acuérdate que el Tiempo es un ávido jugador/ que gana sin hacer trampas, ¡en todo lance!, es la ley”, o “¡Lo Irreparable roe con sus dientes malditos!”.

¡Qué diferente y qué poco es lo que queda de un hombre, a excepción del recuerdo! Pero el recuerdo no es más que un nuevo sufrimiento.

En ninguno de ellos encontramos la confesión de un hombre arrepentido por un acto concreto o por la comisión de alguna fechoría cualquiera. Más allá, a Baudelaire le interesa subrayar el carácter crónico de uno de los males endémicos de nuestra existencia: el tedio de vivir, “el fruto de la melancólica falta de curiosidad”, una indiferencia dolorosa que quedó recogida bajo el nombre despleen. En una carta que Baudelaire dirigió a su madre en 1957 define certeramente este concepto: “Lo que siento es un inmenso desánimo, una sensación de aislamiento insoportable, una ausencia total de deseos, una imposibilidad de encontrar cualquier diversión”.

Crueldad y voluptuosidad, sensaciones idénticas, como el calor extremo y el extremado frío.

Mucho tiene que ver con el spleen nuestra conciencia fragmentada, siempre en tensión entre dos extremos: el bien y el mal. Baudelaire se deja arrastrar en este punto por Poe, a quien leyó, estudió y tradujo, y al que creyó sin duda cuando el autor norteamoricano explicaba que la perversidad, como fuerza primitiva e irresistible, hace que el hombre sea “sin cesar y a la vez homicida y suicida, asesino y verdugo”. Los seres humanos somos ángeles caídos, divididos esencialmente en dos mitades que se excluyen y repudian de manera constante: “¿Qué es la caída? –escribía Baudelaire enMi corazón al desnudo–. Si es la unidad que se convierte en dualidad, es Dios quien cae. En otros términos, ¿no será la creación la caída de Dios?”.

Hay que estar siempre ebrio. Nada más: ese es todo el asunto. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que os fatiga la espalda y os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.

Retrato Baudelaire

“Quien se liga al placer, es decir, al presente, me hace el efecto del hombre rodando por una pendiente”.

Es más, nos vemos atraídos misteriosa y permanentemente hacia el mal: aquella perversidad constituye una fuente inagotable de placeres para quien da rienda suelta a sus inclinaciones satánicas. Ya curtido por la experiencia que dan los años, Baudelaire no dudaba en afirmar que “la voluptuosidad única y suprema del amor radica en la certidumbre de hacer el mal. Y tanto el hombre como la mujer saben de nacimiento que en el mal se encuentra toda voluptuosidad”. Baudelaire es tajante en este sentido: Dios necesita a Satán para mostrar su poder tanto como Satán necesita de Dios para afirmarse frente a él. Es por eso que ambas fuerzas, inextinguibles, despiertan en el alma humana sentimientos encontrados de temor y veneración. Nuestra necesidad de acudir a la divinidad dependerá, en última instancia, de la imagen que guardemos de nosotros mismos. El fuerte y seguro de sí (términos que recuerdan mucho a Nietzsche) no necesitará echar mano del consuelo de la creencia, mientras que los que caen presa de la desgracia –y la hacen suya como si fueran culpables– buscarán a Dios. Así, Baudelaire mencionaba este mandamiento en Mi corazón al desnudo: “Ser un gran hombre y un santo para sí mismo, he aquí la única cosa importante”.

Este es uno de los caracteres más interesantes de la Belleza, el misterio.

Como decía más arriba, también el progreso, la industrialización y el comercio fomentan la innata perversión humana. El poeta –y el artista en general– es, por el contrario, un repudiado, un paria, alguien a quien se excluye de la sociedad por todo cuanto se atreve a denunciar públicamente: “el mundo está compuesto de gentes que no pueden pensar más que en común, en bandas” –aseguraba Baudelaire–. Sólo puede existir un único progreso moral: el del individuo en su unicidad. La sociedad adocena, adoctrina y empuja a pensar de forma uniforme, erradicando toda eminencia que pretenda resaltar: “Religiosa embriaguez de las grandes ciudades. Panteísmo. Yo soy Todos. Todos, soy yo”. Tal es el placer de sumergirse en la masa, que también esconde un aspecto anímico, existencial: cuando nos mezclamos en una multitud nos sentimos solos, precisamente, porque experimentamos de primera mano la indiferencia –y en ocasiones el desprecio– de quienes nos rodean.

Sin el don divino de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar este terrible desierto del tedio?

Baudelaire muere persuadido de que el hombre hace el mal porque sufre, por su condición de desterrado en un escenario que, salvo excepciones, siempre le es hostil. El mal no existiría y sería superfluo si no se diera el sufrimiento, que además es siempre creciente. Aunque –y quizás fuera su único alivio– por encima de este mundo que arremete con la fuerza de un vendaval, siempre planeará el poeta, que no dudará en intentar descubrir entre tanto contraste una unidad que parece perdida… para siempre.

Baudelaire Rochegrosse

“La costumbre de cumplir con el deber destierra el miedo”.

Convencido de que la temporalidad afecta decisivamente al núcleo de la moral, Baudelaire redactó Las flores del mal –su obra más conocida, publicada por vez primera en 1857– a sabiendas de que la dualidad entre placer y dolor, unida a la conciencia de la fugacidad del tiempo, constituye lo más característico del ser humano. El libro se vio envuelto desde el principio en la polémica. El ministerio del Interior parisino puso enseguida en marcha una campaña de escarnio mediante la que se declaró que Las flores del mal entrañaba “un desafío lanzado a las leyes que protegen la religión y la moral”. Tanto el autor como sus editores fueron llevados a juicio, acusados de ultrajar la moral pública y las buenas costumbres.  En esta obra, Baudelaire se propuso extraer la belleza del mal y ponerla a disposición de un público “aristocrático”: no se dirige a las masas, sino a la élite espiritual que pueda comprender su mensaje. Su intento de escandalizar y poner en vilo los convencionalismos sociales más arraigados de la época tuvo éxito… al precio de que las autoridades civiles cercenaran el texto original y consintieran su futura publicación sin incluir aquellos poemas que con más fuerza atentaban contra el fomento de la virtud. En Las flores del mal quedan planteados los temas que más preocuparon a Baudelaire durante toda su vida: el amor, el avance inexorable del tiempo, su relación con las mujeres, la brevedad de la existencia, el aburrimiento, la muerte y el papel del artista en la sociedad. Aunque nada es capaz de calmar el gusto del autor por la nada, que llega a convertirse en verdugo de sí mismo: “¡Ay, todo es abismo; –acción, deseo, sueño, palabra!”, suspira Baudelaire.

Los Pequeños poemas en prosa, que su autor nunca llegó a ver publicados en vida, “son –en palabras de Baudelaire– como las Flores pero con mucha más libertad, y más detalles, y más humor”. En ellos no se abandona el terreno moral y se continúa la investigación sobre el mal, aunque en este caso la perspectiva es más social que individual. En las Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos, Baudelaire se preguntaba qué es un poeta: dado que la existencia es un gigantesco jeroglífico, su labor es la de actuar como una suerte de traductor o descifrador. Por eso, “sé siempre poeta, incluso en prosa”, invitaba. Por su parte, en Los paraísos artificiales y El vino y el hachís, Baudelaire pone sobre la mesa los efectos de las drogas y el alcohol –que no tuvo reparos en experimentar a lo largo de toda su vida–.

Por último, es digna de mención una de sus obras menos conocidas, quizás porque se trata de su única novela, donde Baudelaire se autorretrata de manera magistral: La Fanfarlo, redactada alrededor de 1843, en la que narra las cuitas de su álter ego, Samuel Crane, personaje que se verá envuelto en una enrevesada trama amorosa que le llevará a confesar sentimientos de los que se creía a salvo.

 

Créditos para: http://apuntesdelechuza.wordpress.com/2013/11/15/charles-baudelaire-el-encuentro-con-el-mal/ 

Herbert Butterfield: contra la cosificación del acontecimiento histórico

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Herbert Butterfield

Herbert Butterfield (1900-1979)

Hace un par de semanas tuve la suerte de asistir en La Central de Madrid a la presentación de la reciente traducción, a cargo de la profesora Rocío Orsi (Universidad Carlos III de Madrid), de un breve texto –publicado por Plaza y Valdés– del historiador británico Herbert Butterfield: La interpretación whig de la historia, precedido de un completo estudio de más de 70 páginas a cargo de la propia profesora Orsi bajo el título (que da nombre al volumen) de «Butterfield y la razón histórica».

Este compendioso y muy enjundioso escrito de Butterfield reúne en germen la concepción de la historia defendida por su autor, que, aunque matizada más tarde por él mismo a lo largo de su trayectoria intelectual, no sufrirá modificaciones en lo sustancial. El texto, lejos de circunscribirse meramente a la época en la que fue redactado, supone una suerte de pequeño manual que todo incipiente historiador debería tener casi como libro de cabecera. Es más, la obra contiene un sinfín de material útil con el que enfrentarnos en la actualidad a la escabrosa tesitura ante la que nos sitúan las diferentes leyes de memoria histórica. Y es que, como señala Rocío Orsi en su introducción (que, no nos dejemos engañar por la nomenclatura, es todo un tratado de filosofía), «la historia es pensamiento: pensamiento sobre el pasado, pero también un pensamiento sobre qué significa adentrarse en el pasado, lo que implicará a su vez una reflexión sobre la condición del sujeto que hace o que aprende historia. La historia es, por eso y ante todo, crítica de la razón histórica».

Si existe un peligroso riesgo, a juicio de Batterfield, en el que puede caer el historiador (neófito o aparentemente consolidado), es el de tomar su ejercicio como el de un tribunal omnipotente y objetivo que está en disposición de juzgar lo pasado, tomando el Jetztzeit (tiempo presente) como vara de medida para dirimir lo justo o lo injusto de cada acontecimiento. Aunque, previene el autor, su intención no es la de trazar una reflexión filosófica sobre la historia ni sobre el oficio del historiador, sino que se propone examinar la «psicología de los historiadores» con el objetivo de enmendar los posibles errores que pueden surgir (y de hecho surgen) en el desempeño de su profesión. De un modo que quizás nos recuerde a la justificación que Kant propone para realizar una crítica de la razón pura, Butterfield expone en la «Introducción» de La interpretación whig de la historia que

Hay un imán que, a menos que hayamos encontrado el modo de combatirlo, atrae siempre a nuestras mentes; y se puede afirmar que, si somos francos sin más, si no nos sometemos además a una autocrítica escrupulosa, tendemos fácilmente a dejarnos desviar por la primera y más elemental falacia con que nos topemos.

Butterfield y la razón histórica

«Butterfield y la razón histórica», de Rocío Orsi, seguido de la traducción de «La interpretación whig de la historia», de Herbert Butterfield (Plaza y Valdés, 2013)

Aunque no profundizaremos en ello (el estudio de Rocío Orsi despejará cualquier duda del lector al respecto), Herbert Butterfield se encuentra inmerso en un particular contencioso con los historiadores whig, aquellos por quienes, incluso, la propia musa de la historia parece haber tomado partido. El autor apunta en el «Prefacio» a quién dirige particularmente su escrito: «Lo que aquí se discute es la tendencia de muchos historiadores a escribir del lado de los protestantes y de loswhigs, a ensalzar revoluciones una vez que han resultado exitosas, a hacer hincapié en ciertos principios de progreso en el pasado y a producir un relato que constituye una ratificación, si no la glorificación, del presente».

Si algo molesta a Butterfield en la actitud del historiador whig es su ceguera frente a sus propios prejuicios; si no tenemos cuidado, si no llevamos a cabo la tarea del historiador con las precauciones necesarias (con esa «autocrítica» más arriba mencionada), comenzaremos a olvidar que existen ciertos «ardides mentales de nuestra propia cosecha» que en demasiadas ocasiones son puestos –como productos de contrabando, ilegal pero acaso conscientemente– en nuestra interpretación de la historia. En concreto, asegura Butterfield, el historiador whig es un auténtico experto en estas lides, en

imponer cierta forma sobre la totalidad del relato histórico y producir un esquema de historia general que está llamado a converger bellamente con el presente –poniendo todo ello de manifiesto el funcionamiento de un principio de progreso a través del tiempo, un principio cuyos aliados permanentes han sido los protestantes y los whigs…

Rocío Orsi

Rocío Orsi, profesora de Filosofía del Departamento de Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid, traductora del texto de Butterfield

Desde luego, el texto de Butterfield se presta a una lectura puramente contextual, aquella que nos relata su oposición (en lo histórico, que no en lo político, o no enteramente) a la interpretación whig de la historia. Pero si nos ceñimos a la perspectiva filosófica –y sin hacer caso a las advertencias del autor, quien resalta en al menos tres ocasiones a lo largo de la obra que su cometido no es filosófico sino eminentemente psicológico-crítico–, daremos con hondos pensamientos sobre la comprensión histórica de la realidad que se hacen cargo, en magnífica y evocadora expresión de Rocío Orsi, de «nuestra permanente necesidad de teodicea».

Dos puntos importantes podemos resaltar, entre los muchos existentes, para llamar la atención del lector. Dos aspectos que, además, problematizan la controversia emergida al hilo de una posible definición de la expresión «acontecimiento histórico». Butterfield lleva a cabo una contraposición entre dos concepciones antagónicas de interpretar la historia: aquella que observa los acontecimientos históricos como cosas independientes que, por tanto, contienen una autonomía propia que las diferencia de las demás (como si constituyeran, de alguna manera, mónadas leibnizianas); y después, la que él mismo defiende, una concepción de la historia en la que el historiador entiende que el presente responde a una compleja interacción de «movimientos» friccionales que, aun en su independencia desde el punto de vista histórico, son, vistos desde un horizonte hermenéutico, interdependientes en cuanto componentes de un proceso que no tiene fin (la historia misma). Y es que, asegura Butterfield

quizás la mayor lección de la historia sea esta demostración de la complejidad del cambio humano y el carácter impredecible de las consecuencias últimas de todo acto realizado o decisión tomada por los hombres […]. El historiador busca explicar cómo el pasado se convirtió en el presente, pero la única explicación que puede proporcionar en un sentido muy real consiste en desplegar todo el relato y revelar su complejidad contándolo en detalle.

Una tarea que, al contrario de lo que podríamos pensar si tenemos en cuenta la frialdad científica del aserto de Butterfield, el historiador ha de llevar a cabo a través de un «acto creativo», con «simpatía e imaginación», pues

La imparcialidad en un historiador es condenable si significa que el intelecto está en un estado de indiferencia y las pasiones en reposo. Vamos al pasado para descubrir no sólo hechos, sino significados. Es necesario que vayamos con instintos y simpatía vivos y con toda nuestra humanidad despierta. Es necesario que reclutemos todos los recursos de nuestra naturaleza, todo aquello que se aleja del pensamiento científico pero se aúna para enriquecer el del poeta.

Herbert-Butterfield

Herbert Butterfield (© 2001 Topham Picturepoint)

Como apunta Rocío Orsi, este ensayo de Butterfield de tan recomendable lectura «se esforzó por convencer a toda una generación de historiadores de que no debían leer la historia hacia atrás, cargándola con todos nuestros prejuicios», lo que ayudó, a su juicio, a «desenmascarar a los impostores» así como a «proscribir la interpretación interesada del reino de las narraciones históricas». Que el lector juzgue si no hay, en estas palabras, razones suficientes para acercarse al texto de este perspicaz autor inglés, presentado en excelente traducción de la profesora Orsi (cuyas notas explicativas, traídas en el momento oportuno, nos acompañarán en esta apasionante lectura). Y, en fin, convencidos o no por él, escuchemos a Butterfield que, aún hoy, tiene tanto y tan interesante que decirnos:

El verdadero fervor histórico descansa en el amor al pasado por el pasado mismo. […] Y tras esto late una verdadera pasión por comprender a los hombres en su diversidad, el deseo de estudiar una época pasada en aquello que difiere del presente. El verdadero fervor histórico es el del hombre para quien el ejercicio de la imaginación histórica trae consigo su propia recompensa: en las intuiciones de una comprensión más profunda y en los atisbos de una verdad interpretativa nueva, que son el logro del historiador y su deleite estético.

 

Créditos Para: http://apuntesdelechuza.wordpress.com/2013/12/01/herbert-butterfield-contra-la-cosificacion-del-acontecimiento-historico/  

¿Por qué Platón desea expulsar a los poetas de la ciudad?

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Platón

“Pues es de las opiniones de donde viene la persuasión, y no de la verdad” (Fedro, 259e-260a)

Hace algunos días tuve la suerte de participar en la presentación de un nuevo libro recogido en la colección “Clásicos europeos” de Plaza y Valdés Editores, dirigida por el investigador Roberto R. Aramayo. Se trata de uno de los diálogos más breves (y más desconocidos) de Platón: Ion, traducido y comentado excelentemente por el profesor Javier Aguirre (UPV).

Para hacer notar la importancia de esta obra platónica, quizás sea conveniente comenzar con una alusión a El Banquete. En este diálogo, en el que, como es sabido, asistimos a una reunión que tiene como anfitrión al poeta Agatón (que acababa de ganar por aquel entonces un certamen trágico), y en la que se dan cita diversas personalidades intelectuales de la época, Fedro (considerado el “padre del discurso”) propone loar a Eros (amor) con los mejores discursos que los contertulios sean capaces de proferir. Es en el quinto lugar, antes de la intervención de Sócrates (y de su boca, la de Diotima), cuando toma la palabra el propio Agatón. Un momento, hay que decirlo, muy esperado por todos los que allí se dan cita: por un lado, por el estatus social que Agatón ocupa en el encuentro (como hemos dicho, es el anfitrión), pero, sobre todo, porque no hay quien ignore el dominio que el poeta posee del lenguaje, lo que convierte sus discursos en verdaderas obras de arte que encandilan al más templado.

Sin embargo, debemos imaginar desde muy pronto a un Sócrates escéptico respecto a esta intervención de Agatón. Un Agatón que, sin embargo, comienza su elogio a Eros de una manera en absoluto sospechosa: nada menos que con una advertencias de carácter formal mediante la que avisa que “en primer lugar quiero indicar cómo debo hacer la exposición y luego pronunciar el discurso mismo”, pues, a pesar de que sus anteriores compañeros han hablado de muy variados asuntos, no lo han hecho, a su juicio, del mejor modo posible, ya que “no han encomiado al dios, sino que han felicitado a los hombres pos los bienes que él les causa”. La intención de Agatón, nos cuenta él mismo, es descifrar la auténtica “naturaleza” de Eros, para más tarde desprender de ella sus posibles efectos en la esfera humana.

Ion Platón

Platón y la poesía. Ion. Plaza y Valdés Editores, 2013, 208 pp., 16,50 euros

A pesar de su originaria -y loable- intención, la intervención de Agatón cobra tintes evanescentes (muy discutibles desde el punto de vista argumentativo) y culmina, finalmente, con un bello himno en el que se exponen las más llamativas características de Eros. Y es que, para Agatón, la música de las palabras desempeña un papel fundamental en el ejercicio de su oficio. Un oficio que, a fin de cuentas (y él lo sabe muy bien), consiste en el poder que sobre los sentimientos pueden ejercer las palabras… si son expuestas de la manera adecuada.

La crítica socrática no se hace esperar. Cuando Erixímaco pregunta al filósofo ateniense si no se siente nervioso por la inminencia de su intervención, tan seguida de la maravillosa y abrumadora ponencia de Agatón, Sócrates contesta: “¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy a estarlo, no sólo yo, sino cualquier otro que tenga la intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado? Bien es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al oírlas?”, es decir, se pregunta Sócrates, ¿quién no caería rendido y embelesado ante el influjo que alguien como Agatón imprime a las palabras, con independencia del tema tratado? Ahora bien, ¿es esto lo realmente importante cuando de lo que se trata es de que la verdad haga aparición?

La puntilla la dará Sócrates cuando sitúa al mismo nivel que al poeta al sofista Gorgias, de manera que a Agatón le es asignado el papel de “poeta-sofista” -que a éste tan poco gustará-. Si algo ha hecho el anfitrión del banquete a ojos de Sócrates, es disolver la materia en la forma, derretir el concepto en la imagen y, en definitiva, tornar el contenido del discurso en pura palabrería. Argucias que nada tienen que ver con la intención socrática de “decir la verdad”. Al filósofo le molesta enormemente que sus anteriores compañeros, y más incluso el poeta Agatón, hayan perdido el tiempo “removiendo” todo tipo de palabras, seleccionando distintos aspectos que, fueran o no ciertos, son presentados “de la manera más atractiva posible”. Reprimenda sin parangón en los diálogos platónicos, la que Sócrates propina a sus interlocutores tras la malhadada intervención de Agatón.

Y es que Sócrates no desea llevar a cabo una “ficción” de elogio a Eros, sino un elogio según la verdad de la cosa. La oratoria, en este sentido, está fuera de lugar. Por contra, el poeta no duda en regalar el oído del auditorio con la única finalidad de deleitar a los presentes, algo que tan en contra está de la educación que Platón presenta en su programa pedagógico de la República. Si acudimos, por ejemplo, al Gorgias (502 b-c), comprobaremos cómo Sócrates equipara la poesía trágica a la retórica, que sólo busca ofrecer placer al público y, en última instancia, su admiración y la subsiguiente adulación. La conclusión del filósofo es apabullante: “Así que la poética viene a ser una demagogia”.

Safo y Alceo

“Es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir” (Banquete, 201 c)

No pensemos, empero, que esta crítica moral deja fuera de juego a la poesía de manera definitiva, pues tanto en Leyes como en República Platón reconoce en repetidas ocasiones la labor educativa de la poesía y de los poetas, aunque, eso sí, critica el modo en que éstos llevan a cabo su oficio. Un modo que siempre habrá de estar guiado por la filosofía. Por ejemplo, afirmará que los poetas nos seducen con “mentiras innobles” (República, 377 e) sobre los dioses, a quienes envuelven sin ningún tipo de pudor en refriegas que sólo tienen lugar en el terreno humano (guerras de amplio calado, truculentas historias de amor y sexo, etc.). En opinión de Platón (ibid., 387 e), los llantos y las quejas de los rapsodas deben ser eliminados de sus representaciones, pues lo único que consiguen es que el público se sienta legitimado a actuar de igual manera en su vida. Para el discípulo de Sócrates, el problema principal no es que las historias que los poetas transmiten sean falsas, sino que son vergonzosas desde un punto de vista moral (ibid., 378 b-e); por mucho que justifiquen sus discursos a través del recurso a la alegoría, lo realmente dañino de sus intervenciones es la impresión que generan en el auditorio. Una ciudad regida por filósofos (ibid., 378 d) no puede permitirse este tipo de actitudes: todo ha de estar encaminado a conseguir la excelencia de los ciudadanos.

Rocío Orsi El saber del error

Plaza y Valdés Editores, 448 pp. 28 euros

Como señala brillantemente la profesora Rocío Orsi en su imprescindible obra El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles (las páginas que dedica a Platón son particularmente cautivadoras),

los poetas retratan el peor perfil del hombre, su imagen cuando está dominado por su parte más irracional y sensible, y así suscitan emociones contradictorias. De ese modo, los poetas contribuyen al desarrollo de esa parte irracional, la alimentan y la fortalecen, de manera que propician una relación jerárquica inversa entre las partes del alma y aceleran así su corrupción. […] [P]or eso, porque la educación moral del ciudadano es la base sobre la que se levanta un estado justo y en armonía, los poetas, esos poetas que la tradición ha entronado, no pueden instalarse en la ciudad ideal. Allí sólo tendrán cabida los compositores de himnos a los dioses y de encomios a los hombres buenos. […] En definitiva, la crítica de Platón a la poesía tradicional apunta a su carácter emotivo, a su estímulo de las pasiones que alimentan lo peor que hay en nosotros.

Es decir, que el poeta, para Platón, al cultivar su poco juicioso gusto por las atrocidades humanas, por el infortunio, la calumnia o la muerte, retrata el peor de los perfiles humanos. Un perfil que expone ante la atenta mirada de un auditorio ávido por escuchar sus historias, en las que los personajes se encuentran bajo el fatal imperio de lo irracional y lo sensible. Así, en el Ion (535 c-e), Sócrates interroga al joven rapsoda sobre este asunto en particular: “¿Sabes, pues, que también en la mayoría de los espectadores provocáis vosotros esos mismos efectos?”, es decir, ¿sabes, Ion, que estáis haciendo un flaco favor a la sociedad al procurar un ejercicio mimético sobre aquello que de peor existe en nosotros? Si algo hay que imitar, es la virtud, mientras se evita el fomento de actitudes que deforman lo real y que sólo nos transiten la pura apariencia de las cosas.

Una crítica, la anterior, que puede acompañarse de otra de corte epistemológico, cuando por ejemplo en Apología (22 a-c) Sócrates asegura que los poetas no hacen lo que hacen

por sabiduría, sino por cierta cualidad natural e inspirados por un dios, como los adivinos y los compositores de oráculos, ya que éstos dicen también cosas bellas, pero no entienden nada de lo que dicen. Me pareció que, asimismo, los poetas experimentaban una experiencia tal, y a la vez me di cuenta de que ellos creían que eran hombres muy sabios, incluso en las demás cosas en las que no lo eran, a causa de la poesía.

Así, la poesía no sólo fomenta el delirio y la imitación de acciones que dejan a los seres humanos desarmados antes las veleidades del Destino, sino que además Platón cree no estar seguro de si poseen un conocimiento certero de su propia actividad, y más allá, de aquello que cantan. Un aspecto que el Ion presenta desde el comienzo (530 b-c):

Por cierto, Ion, créeme que en numerosas ocasiones os he enviado a vosotros, los rapsodas, por vuestro arte; pues conviene siempre a vuestro arte adornar el cuerpo y aparecer del modo más hermoso posible; y por otro lado, os es necesario ocupar vuestro tiempo en otros muchos y buenos poetas, y muy especialmente en Homero […]. Todo esto es envidiable, pues uno no llegaría a ser un buen rapsoda si no comprendiera las cosas dichas por el poeta. En efecto, el rapsoda debe llegar a ser un intérprete del pensamiento del poeta para los que escuchan, y hacer eso correctamente sin saber qué dice el poeta es imposible.

Y es que, a fin de cuentas (República, VII), Platón no puede reconocer

otra ciencia, que haga al alma mirar a lo alto, que la que tiene por objeto lo que es (el ser) y lo que no se ve, ya se adquiera esta ciencia mirando a lo alto con la boca abierta, ya bajando la cabeza y teniendo medio cerrados los ojos; mientras que si alguno mira a lo alto con la boca abierta para aprender algo sensible, nuevo que aprenda nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia, y sostengo que su alma no mira a lo alto sino hacia abajo, aunque esté acostado boca arriba sobre la tierra o sobre el mar.

 

Créditos para: http://apuntesdelechuza.wordpress.com 

Si quieres ser original, no lo intentes

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SER ORIGINAL, CONTRARIO A LO QUE POSTULAN LA MODA Y EL MERCADO, NO RADICA EN APARIENCIAS, SINO EN TU CAPACIDAD DE SER SINCERO.

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 El mérito de la originalidad no radica

en lo novedoso, sino en lo sincero.

-Thomas Carlyle

 

Por: Javier Barrios del Villar.-

La originalidad es una cualidad particularmente favorecida en la cultura occidental desde el siglo XVIII. Responde, en términos básicos, a la capacidad de generar ideas, hábitos, posturas, o combinaciones, relativamente inéditas o al menos poco usuales, y que permitan distinguir a un algo (llámese obra, movimiento, persona, estilo…) del resto. Con el tiempo, este bien abstracto terminaría por convertirse en una de las herramientas más efectivas del mercado, ya que se utiliza como un pretexto para alentar el consumo. 

El consumismo, además de esclavizarnos con la promesa de alcanzar una felicidad que jamás llega(pues es simulada), postula que la ‘verdadera’ libertad consiste en decidir qué productos o servicios consumir. Continuando en esta línea, esa libertad de elección al consumir representaría el máximo activo de nuestra identidad. Es decir, que culturalmente se nos ha inculcado la noción de que para construir una identidad, es fundamental distinguirnos por medio de nuestras decisiones de consumo (y eventualmente juntarnos con aquellos con quienes compartimos una afinidad).

En este sentido, Ron Horning afirma, en su ensayo Ego Depleted, que:

Elegir entre opciones, dentro de una sociedad de consumo, nos hace sentir autónomos (nadie puede decidir por nosotros cómo gastar nuestro dinero), y nos permite expresar, o incluso descubrir, nuestra individualidad única –lo cual se propone como el propósito de vida. Si nos podemos auto-experimentar como originales, entonces nuestras vidas no habrán transcurrido en vano. 

En un escenario donde la individualidad, o nuestra unicidad, depende de aquello que consumimos, si le añadimos la exigencia cultural por ‘ser originales’, entonces derivamos en la obligación trascendental de seleccionar estratégicamente nuestros productos y servicios, con el fin de proyectar una apariencia distintiva (y si el resultado califica como ‘cool’, entonces el ejercicio califica como todo un éxito). Así, la supuesta originalidad termina dependiendo, como advierte Horning, de “reclamar vínculos entre nosotros y la mayor cantidad de cosas, y re-combinándolos de maneras poco usuales”. 

¿Qué música escuchas? ¿Fuiste al último concierto de M.I.A.? ¿Eres Mac o PC? ¿Qué prefieres para enfiestarte, Beefeater o Blue Saphire? ¿Eres hipster, gótico, geek, o hippie? ¿Te gusta American Apparel o eres más Louis Vitton? ¿Android, Windows o iPhone?

Ser honesto te hará, inevitablemente, original

Hace unas semanas escuchamos hablar a Jason Horsley sobre la creatividad. Durante su ponencia, este autor británico postuló una sencilla fórmula: creatividad = espontaneidad + honestidad. Curiosamente para la mayoría de los presentes está fórmula resultó memorable, ‘nos resonó’. Y aquí me remitiría a la originalidad como un diálogo con tu esencia. Si eres receptivo a tu voz interior, la cual es, por naturaleza, única, entonces inevitablemente comienzas a generar una narrativa de vida esencialmente original. El problema es que en nuestra mente existen múltiples resistencias (miedos, cánones culturales, etc.) que dificultan escuchar esa voz, y aún más, vivir de acuerdo a lo que nos comunica.

Creo que indudablemente la originalidad es una virtud –siempre orgánica y nunca estratégica–, pero, al parecer, en la búsqueda por comulgar con ella, su esencia se ha pervertido, o al menos frivolizado. De entrada supongo que tendríamos que eliminar esta noción de que somos lo que consumimos, luego, evitar cualquier intento por ser original, pues al buscarlo estaríamos fijando nuestra intención en la proyección al exterior, en la apariencia. No se trata de ser novedosos u originales, ya que en el fondo inevitablemente lo somos (recordemos que no hay dos voces internas iguales). Simplemente, como bien advierte el filósofo escocés, Carlyle, se trata de ser sinceros –y entonces, tal vez sin darte cuenta, estarás siendo absolutamente original.

Twitter del autor: @ParadoxeParadis

 

Créditos para: http://pijamasurf.com/2013/12/si-quieres-ser-original-no-lo-intentes/ 

No existe verdadera división entre los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro

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LA SUPUESTA DIVISIÓN OPERATIVA PARA PROCESOS COGNITIVOS ENTRE LOS HEMISFERIOS DEL CEREBRO ES UN MITO MODERNO.

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Por: Alejandro de Pourtales.

Por años hemos hablado de personas que tienen una predominancia de cierto hemisferio cerebral, y hemos descrito popularmente a aquellas más creativas e intuitivas como pertenencientes a esa franja liminal del hemisferio derecho, y a aquellas más analíticas y lógicas, como propensas a la actividad del hemisferio izquierdo. Tal es así, que dentro de la rutina clasificatoria de nuestra cotidianidad a muchos de nosotros se nos ha ubicado en algún momento como personas del hemisferio cerebral derecho o izquierdo, sugiriendo que nuestra capacidad cerebral se mueve dentro de ciertos límites cognitivos. Si no fuimos sujetos a esta demarcación dicotómica, es casi seguro que hayamos crecido con la noción de que cuando realizamos un tipo de operación mental, como una suma aritmética, o cuando intentamos escribir un verso o imaginar cómo sería un paisaje en otro mundo estamos utilizando partes distintas y separadas del cerebro. Pero como muchos otros supuestos conocimientos de lo que es nuestro cerebro (incluyendo la famosa aseveración de que sólo usamos el 5% de nuestro cerebro o una cifra similar) la franja tajante entre los hemisferios como praxis dominante de la cognición es falsa o al menos ha sido llevada fuera de su justa proporción.

El neurocientífico, Stephen M. Kosslyn, aclara que si bien existen algunas diferencias entre el lado derecho y el lado izquierdo del cerebro, éstas son mucho más sutiles, por ejemplo: “el lado izquierdo procesa pequeños detalles de lo que ves y el lado derecho procesa las formas generales”. Más importante, “las mitades del cerebro no trabajan aisladas; siempre funcionan como sistema. Tu cabeza no es el escenario de una interminable competición, la parte ‘fuerte’ del cerebro luchando con la parte ‘débil’. Y, finalmente, las personas no usan preferencialmente una mitad o la otra”.

Al parecer el origen de esta división hemisférica embebida en la cultura popular data de una serie de experimentos realizados por el Premio Nobel, Roger W. Sperry, quien cortó el corpus callosum, que une las mitades del cerebro, de 16 pacientes (los cuales obtuvieron cierto alivio después de esta operación) y realizó luego estudios con los mismos. Esto fue la base de un artículo publicado en 1973 por The New York Times, que señaló: “Dos personas muy diferentes habitan en nuestros cerebros… Una de ellas es verbal, analítica y dominante. La otra es artística…”. De aquí numerosas publicaciones tomaron el modelo, pese a que el mismo Sperry había dicho que “la observación experimental de la polaridad derecha-izquierda en estilos cognitivos es una idea de la que fácilmente se puede abusar”.

Kosslyn advierte que en los últimos años un nuevo mito se ha formado, aquel de que el cerebro también se divide en parte superior y parte inferior, en este perene mecanismo de proyección atomista. La parte superior es la que hace planes y revisa esos planes cuando no ocurren; la parte inferior clasifica e interpreta lo que percibimos. En realidad, eso es algo que ocurre de manera sistémica en las diferentes partes del cerebro.

La clave del cerebro, sin embargo, no está en qué parte usamos, sino en la interacción entre las partes. La conciencia, sugieren científicos como Christof Koch, es una propiedad emergente a la complejidad neural: “es todo el sistema el que es consciente, no las neuronas individuales”, señala Koch, quien cree que la conciencia es inherente a la integración de sistemas complejos, incluyendo animales, y que podría extenderse a sistemas no-biológicos si estos logran una suficientes complejidad integrada. Asimismo, la teoría holonómica del neurocientífico Karl Pribram sugiere que la memoria tampoco es almacenada en células nerviosas individuales sino que se almacena, cada parte, en todo el cerebro, a la manera de un holograma, y se sintoniza a partir de las relaciones que forma el sistema o red sinapticodendrítica. Es altamente probable que en realidad la más alta cognición surja del equilibrio entre estas aparentes polaridades cerebrales. Einstein, el gran símbolo de la inteligencia, es un ejemplo muy claro de la interrelación entre estos hemisferios como sublime método de aprehensión. Por una parte, una base matemática-analítica, y por otra, como él mismo lo declaró en numerosas ocasiones, una inclinación hacia la imaginación.

La división entre hemisferios cerebrales preferenciales refleja el profundo dualismo que hemos incorporado a nuestra percepción del mundo, especialmente en el pensamiento científico basado en la fragmentación para el análisis, y dejando en segundo término la noción de interrelación e interdependencia. Como heerencia del racionalismo que de manera médicamente negligentedividió el cuerpo de la mente, tenemos en la actualidad nuevas divisiones, que buscan segmentar la totalidad de la materia. Y si bien existen por supuesto diferencias e incluso una especie de polaridad inherente al mundo (tanto simbólica como físicamente), todo apunta a que tal división es superficial (los opuestos en realidad son complementos) y a que los organismos operan como sistemas integrados, holísticos, partes de una red de interconexión en la cual es posible trazar un remanente de unidad que se remonta al origen del universo.

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Twitter del autor: @alepholo

Créditos para: http://pijamasurf.com/2013/12/no-existe-verdadera-division-entre-el-hemisferior-derecho-y-el-hemisferio-izquierdo-del-cerebro/ 

Por qué el dinero no comprará tu felicidad

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¿QUEREMOS DINERO PARA SER FELICES O SOMOS FELICES CUANDO TENEMOS DINERO? LEJOS DE AGOTAR LA DISCUSIÓN EN TORNO A ESTAS TENSIONES, QUEREMOS PENSAR QUE EL DINERO, DE HECHO, PODRÍA DISTRAERNOS DE BUSCAR LA FELICIDAD.

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La imagen de alguien ganando el premio mayor de la lotería está asociada en el imaginario colectivo a la palabra felicidad. Incluso con ciencias dedicadas a su conocimiento y promoción, el objeto “felicidad” sigue siendo elusivo y difícil de definir, incluso en la imaginación.

Por ejemplo, supongamos que el hipotético personaje del imaginario se gana efectivamente el premio mayor, digamos uno $400 millones de dólares. Su mantenimiento de por vida está asegurado. Ahora puede perseguir una pasión de su infancia o ver el mundo en un viaje lleno de aventuras y voluptuosidades. Pero mientras imagina esto y mira por la ventana se da cuenta de que, con tanto dinero en el banco, tendrá que cambiar de barrio y de vida. Necesitará una escolta de seguridad para prevenir posibles atentados contra su seguridad en el caso de un secuestro. Tendrá que mudarse a un barrio vigilado las 24 horas por personal de seguridad y será recluso de su dinero. Mira las casas de sus vecinos por la ventana y se imagina mirando por otra ventana, en otro barrio, con otros vecinos. La única diferencia –además de su cuenta de banco– es que cuando se mude del barrio, sus nuevos vecinos tendrán casas más grandes que la suya.

Algunos estudios afirman que lo que necesita el hombre no es un exceso en sus posibilidades, sino cierta suficiencia. Llaman a esto “punto de equilibrio hedonista”; no tiene que ver con el conformismo, sino en el mantenimiento de las necesidades básicas de una pirámide de Maslow cualquiera, sólo que enfocado a la “felicidad”. Se dice que el dinero efectivamente puede comprar la felicidad, pero que los que pueden pagarla no saben dónde comprar; el problema no es el dinero ni el dónde, sino el comprar mismo. La idea de que la felicidad es un estado y no un proceso complejo y único e impredecible para cada quién. Incluso podríamos aventurar que la felicidad se parece a un devenir siempre realimentado de su misma fuerza; que a la felicidad no se llega, sino que se está permanente y activamente llegando.

¿Entonces qué hacer con todo ese dinero extra? ¿Seguir comprando cosas hasta que produzcamos una fugaz felicidad por acumulación? ¿Haríamos obras caritativas? ¿Le daríamos dinero a nuestros amigos? ¿A nuestra familia? Podríamos incluso tratar de mejorar el mundo. Pero las estadísticas están en contra: durante el último premio de Powerball en Estados Unidos (con una bolsa de $344 millones de dólares) se vendieron tickets a razón de 130 mil cada minuto. La obviedad sigue siendo cierta: mucha gente participa y nuestras probabilidades, al menos con un boleto, son pocas. Tal vez compremos boletos toda la vida o tal vez ganemos el premio mayor la primera vez que juguemos: las estadísticas, a esta escala, dejan de ser referencia. 

En La ciudad desconocida, Ricardo Piglia cuenta la historia de una mujer que deja a su esposo e hija y huye de la ciudad. En el lugar al que arriba encuentra un casino y juega los ahorros de toda su vida. Gana y los multiplica por mucho, mucho más dinero. Al salir, entra en un pequeño hotel y pide no ser molestada. Deja el dinero sobre la cama y se da un tiro. No se trata aquí de demonizar la riqueza y la tranquilidad económica, sino de cuestionar la idea de que el dinero en sí mismo puede generar un cambio deseable en nuestras vidas si nuestra estabilidad mental de cualquier manera es mezquina y errática.

Para algunos la felicidad radica en el sacrificio, en ofrecer su tiempo y energía para cosas que les apasionan; para otros, la felicidad es hacer felices a las personas a su alrededor, es decir, la felicidad es necesariamente relacional y compartida. Unos la encuentran en los libros, otros en la comida, otros bailando, otros en las drogas. La ubicación de nuestro propio bienestar es difícil incluso para nosotros mismos: no se trata simplemente de conseguir algo que queramos, sino de definir qué es precisamente eso que deberíamos buscar.

En esa búsqueda, el dinero puede ser una herramienta útil, pero todo lo que el dinero puede comprar son el acceso a las experiencias, no las experiencias mismas. Podemos comprar un ticket de avión para Maui, pero no podemos comprar el océano Pacífico. Algunas tradiciones religiosas relacionan la felicidad con la gratitud (de ahí el “estado de gracia” de los cristianos o el “namasté” de los hindús, que implica tanto una despedida, como un estado mental de pleno agradecimiento); de ahí que un contingente importante de la humanidad tenga que buscar la felicidad sin el ticket ganador de la lotería, haciendo uso de los medios a su alcance para los fines que su imaginación les proponga.

La discusión por la búsqueda de la felicidad es interminable, pero en tanto objetos, todo lo que pueda comprarse terminará caducando y necesitando un reemplazo. La búsqueda, con o sin dinero, es incesante: nadie sabe bien a bien de qué se trata el juego. Si tenemos dinero podemos comprar muchos manuales (y con suerte, el tiempo para leerlos). Pero si no tenemos dinero, debemos jugar de todos modos. Y como afirma Tom Stafford, de hecho “el dinero puede distraernos de lo que realmente nos interesa.”

[Mind Hacks]

 

Créditos para: http://pijamasurf.com/2013/05/por-que-el-dinero-no-comprara-tu-felicidad/ 

¿Qué prefieres: haber nacido rico o haber nacido inteligente?

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UN RECIENTE ESTUDIO DE BROOKINGS SUGIERE QUE LA INTELIGENCIA Y EL ÍMPETU TIENEN MUCHO QUE VER CON LA RIQUEZA ECONÓMICA, PERO HAY UNA GRAN TRAMPA EN LA DINÁMICA ECONÓMICA.

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Un reciente artículo de Brookings estudió la relación entre inteligencia, la motivación y la movilidad económica entre un grupo de jóvenes que el gobierno comenzó a rastrear en 1979. El resumen ejecutivo es el siguiente: si son inteligentes y motivados, los jóvenes de bajos recursos tuvieron una decente posibilidad de entrar a la clase media-alta, o más arriba. De los adolescentes de bajos ingresos que quedaron en los tres primeros lugares en los exámenes de cualificación de las Fuerzas Armadas, más del 40% llegó a las dos quintillas de ingresos más altas cuando llegaron a la adultez. Mientras tanto, los niños ricos menos inteligentes generalmente cayeron en la escalera económica. “Sin embrago”, apuntan los investigadores, “parece haber un “piso de cristal” que no permite que los niños ricos con habilidades mediocres caigan en la (relativa) pobreza”.

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La desafortunada –y evidente— verdad es que casi siempre los niños ricos son los niños inteligentes. Gracias a los recursos, sus familias pueden invertir en educación y buena alimentación, y los niños ricos empiezan su vida académica con mucha ventaja sobre los de bajos recursos. Es decir, desarrollan partes del cerebro desde temprana edad y esto les permite tener más capacidades intelectuales mientras van creciendo.

En las investigaciones, los jóvenes ricos obtuvieron resultados más altos que los demás. Esto, evidentemente, es una de las razones más contundentes de la escasez de movilidad económica en la mayoría de los países del mundo, incluso si la economía del país es meritocrática. “Simplemente no hay suficientes niños de bajos recursos con las habilidades para abrirse brecha hasta la cima”. Y es por ello que el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, ha comenzado a cuestionar la idea de si la meritocracia es, por su naturaleza, justa. Después de todo ¿qué tan justo puede ser un sistema si hasta ahora está inclinado a favor de aquellos suertudos que nacieron ricos?

Así, aunque la inteligencia sea la habilidad para lograr escalar la escalera de la economía, no muchas personas logran escalarla. En cambio aquellos que nacieron en una familia con recursos, tienen gran parte del camino recorrido de antemano. Cabe mencionar, también, que nacer inteligente, al iguar que nacer rico, no tiene mérito propio; es parte de una serie de confirguraciones ya sean genéticas o sociales. Pero las personas con dinero tienen una ventaja de más: pueden desarrollar ese tipo de inteligencia con el que no necesariamente se nace, pero se genera a partir de la educación y la ejercitación intelectual.

 

Créditos para: http://pijamasurf.com/2013/12/que-prefieres-haber-nacido-rico-o-haber-nacido-inteligente/