En un post anterior, El conocimiento más útil en la ética, escribí sobre la necesidad del conocimiento propio, del examen personal para verificar si el rumbo que lleva nuestra vida es el adecuado. Debo reconocer que luego de publicado me quedó algo de inquietud porque podía dar la impresión de que hemos dedicar gran parte de nuestras energías a conocernos a nosotros mismos. La verdad es que el hombre, cuya vocación es al amor, cuanto menos se contemple más alcanzará hacer el bien a los demás y como consecuencia será mucho más feliz.
No digo que no hemos de examinarnos en tiempos concretos para hacer balance de nuestras vidas, pero hemos de centrarnos más en procurar pensar en los demás y en cómo servirles que estar atentos en nosotros y la imagen que proyectamos.
Este egoísmo tiene muchas consecuencias. Para empezar nos hace perder el tiempo, nos lleva a olvidos o descuidos en nuestros deberes y junto con la imaginación pueden elaborar historias que nos torturen e incluso nos enfermen. La imaginación del egoísta se encargará de convertir granos de arena en auténticas montañas que aplastan.
Para aclarar a qué me refiero quizá nos sirva la siguiente cita:
Hay un problema con el conocimiento psicológico: nadie puede aplicárselo a sí mismo. Las personas pueden ser extraordinariamente sagaces respecto a las carencias de sus amigos, esposas o hijos. Pero no tienen la menor percepción sobre sí mismas. Aquellas que ven con fría lucidez el mundo que las rodea no albergan más que fantasías en cuanto a su propia realidad. El conocimiento psicológico no sirve de nada si uno se mira en el espejo. Este extraño hecho, que yo sepa, no tiene explicación.
Personalmente siempre había pensado que la programación informática podía aportar cierta luz al respecto, concretamente un procedimiento llamado recursión. La recursión consiste en hacer que el programa entre en un bucle y vuelva sobre sí mismo a fin de utilizar su propia información para repetir un proceso hasta obtener un resultado. Se emplea la recursión para ciertos algoritmos de distribución de datos y cosas así. Pero debe usarse con cuidado o se corre el riesgo de que el ordenador caiga en lo que se conoce como una regresión infinita. En programación, es el equivalente a esos espejos de las ferias que reflejan otros espejos, y más espejos, cada vez menores, hasta el infinito. El programa sigue adelante, repitiéndose y repitiéndose, pero nada ocurre. El ordenador se bloquea.
Siempre he pensado que algo parecido debe de suceder cuando las personas dirigen hacia sí mismas su aparato de percepción psicológica. El cerebro se bloquea. El proceso de pensamiento sigue y sigue, pero no va a ninguna parte. Debe de ser algo así, porque nos consta que la gente es capaz de pensar en sí misma indefinidamente. Algunos apenas piensan en nada más. Sin embargo da la impresión de que la gente nunca cambia como resultado de una intensiva introspección. Nunca se comprenden mejor. Es muy poco habitual encontrar un auténtico conocimiento de uno mismo.
Casi se diría que uno necesita a otra persona para que le diga quién es o le sostenga el espejo. Lo cual, si uno se para a pensarlo, resulta muy extraño.
O quizá no lo sea.
Escribe esto de forma magistral Michael Crichton en su libro “Presa”. Todos tenemos a la vuelta de la esquina la tentación de querer construir nuestra vida de forma egoísta. Aparentemente es más cómodo aislarse y desentenderse de los demás pero a la larga esta vida termina marchitando y amargando a cualquiera.
El egoísta está demasiado pendiente de recibir de los demás un trato que su supuesta “alta dignidad” merecería. Tristemente este camino le llevará de decepción en decepción ya que con frecuencia, según él, los demás siempre se quedarán cortos en las alabanzas y muchas veces no se verá colocado en el pedestal que cree merecer. El egoísta entra en un “loop” interminable en el que se hundirá más y más, terminando por vivir solo y despreciado.
En relación con el tema, me gustó lo que leí hace tiempo en “egoísmo y amor” de Rafael Llano:
El hombre vanidoso gusta de las personas y de las cosas cuando reflejan su propia imagen. El ser humano siente una atracción indeclinable por los espejos. No solamente por esas superficies de vidrio especialmente pulidas para reflejar imágenes, sino también por otro tipo de “espejos”: la opinión pública en que se refleja su personalidad, las tres líneas del periódico en que hablan de su persona, la mirada de los más próximos en que lee admiración… Sí, tal vez los espejos que el hombre más busca sean las pupilas de las personas que lo rodean, particularmente si éstas son importantes. Parece que en vez de que ese hombre mire a los otros para descubrir sus necesidades —que es la mirada de quien sabe amar — , los mira apenas para descubrir lo que piensan de él: “¿Le gustó la figura que hice? ¿Le pareció interesante mi punto de vista, la agudeza de mi inteligencia, la firmeza de mis decisiones?…” Interroga a los otros, no acerca de ellos, de sus cosas, sino únicamente acerca de sí mismo, como si las personas le interesaran exclusivamente en la medida en que él mismo se refleja en ellas.
A la persona vanidosa, nada le provoca mayor placer que experimentar la agradable emoción de que todo se relacione con ella, de que a su derredor sucedan grandes cosas porque ella está presente, de que las circunstancias y los ambientes adquieran vida y vibración porque ella les confiere la voz y el brillo sin los cuales permanecerían miserablemente mudos y apagados. La vanidad encuentra también su espejo en las obras que salen de nuestras manos. Nos examinamos atentamente en ellas para ver reflejada nuestra propia perfección. Cuando nos satisfacen, nos demoramos contemplando en ellas nuestra belleza como la adolescente frente a su tocador; cuando nos desilusionan, nos entristecemos como la anciana señora que compara la imagen reflejada en el espejo con la fotografía de su juventud. Es tan importante el reflejo emitido por nuestras obras, que genera esa ansiedad, ese desasosiego e inquietud que se llama perfeccionismo. El perfeccionista no se resigna a ver su imagen menos brillante estampada en un trabajo incompleto, en una clase, en una publicación, en una cena festiva, en un trabajo manual o artístico, en una empresa cualquiera que no llegue a ser una obra maestra. Trabaja hasta el agotamiento, precisamente en aquello que más se cotiza en el mercado de la opinión pública. En esos trabajos es escrupuloso, preocupado, minucioso, diligente, exhaustivo. Y en otros, que tal vez son más importantes, y que nunca aparecerán en su curriculum —como las tareas básicas del hogar, la educación de los hijos, el estudio de materias poco brillantes y más fundamentales, la lucha en los cimientos del alma por conseguir auténticas virtudes — , es indolente, lento, despreocupado y negligente. Así se explica la existencia de eso que podríamos denominar la pereza selectiva, la pereza que se manifiesta solamente ante las ocupaciones menos atractivas. Se trata de vanidad pura que, desmotivada por el anonimato y herida por la oscuridad, derrama por esa llaga abierta tedio, cansancio y modorra. El deslumbramiento del vanidoso —esa especie de elefantíasis personalista que lo coloca en el centro del universo— podría encontrar una imagen plástica en la figura mitológica de Narciso. Narciso era un joven extasiado por su propia belleza que, un día, al ver reflejado su rostro en las aguas de un lago, atraído por sí mismo, intentó abrazarse y murió ahogado. Es lo que sucede con este tipo humano: termina ahogado, asfixiado por el excesivo aprecio que siente por sí mismo. Yo, mis cosas, mis problemas, mis proyectos, mis realizaciones… Hay personas que sólo parecen ver su propio rostro, que sólo saben hablar de sí: sus pensamientos les parecen importantísimos y sus palabras son para ellas la música más melódica. Su verdad tiene que coincidir necesariamente con la verdad. Los otros deberán concordar con sus opiniones porque la razón indudablemente tiene que estar con ellas. La voz de los demás deberá ser como una resonancia de la suya. Si no fuera así, surgirá la discusión o la desavenencia. Y, después, un hombre así habrá de quejarse de soledad. Pensará que todos lo abandonaron, cuando en realidad fue él quien se aisló en su pedestal. Nadie soporta su presencia porque nadie se resigna a no tener voz, a ser simplemente eco. La soledad es el corrosivo que ahoga la personalidad narcisista. Gustavo Corcho, en Linóes do abismo, sintetiza el perfil de la personalidad del vanidoso cuando dice: todas las cosas, todas las opiniones “son como el espejo de su propia importancia, de su propio rostro, que para él es la grande, la única realidad en torno de la cual el mundo entero es un inmenso marco”.
En nuestras relaciones con los demás, en el matrimonio por ejemplo, la raíz de muchos problemas está en olvidar que nuestra vida ha de ser servir de la mejor manera y no tanto esperar ser servidos. De esta forma nuestros talentos, lejos de envanecernos, se colocan en el lugar adecuado para enriquecer a otros y enriquecernos.
Servir a los demás. Dar sin esperar nada a cambio. De esta forma nos pasaremos la vida alegres aunque en alguna ocasión veamos que no somos correspondidos.
@jcoyuela
Créditos para: http://eticaysociedad.org/2014/10/26/la-regresion-infinita-del-egoista/